¿Por qué los humanos dejamos la amabilidad y la cortesía para el último momento?
Tenía Víctor Hugo, el gran escritor francés, veintisiete años de edad
cuando publicó, en 1829, El último día de un condenado, novela o largo
relato en el que se pone a describir los pensamientos íntimos, las
agitaciones interiores y los estados de ánimo que se apoderan de un
hombre que pronto -muy pronto- va a tener que morir. La justicia ha
señalado ya el día y la hora en que deberá tener lugar la ejecución;
todo, pues, está listo…
Pero, no: ¡no todo está listo! Puede
que lo esté el cadalso, puede que lo esté el verdugo, pero este hombre
todavía no está listo. ¡Aún no sabe por qué debe morir! «Soy joven,
estoy sano y fuerte –gime en el calabozo-. La sangre circula libremente
por mis venas; todos mis miembros obedecen a todos mis caprichos; estoy
robusto de cuerpo y de mente, preparado para una larga vida. Sí, todo
esto es verdad; y, sin embargo, padezco una enfermedad, una enfermedad
mortal, provocada por la mano del hombre».
Afuera, en la calle,
todos ríen y se gozan: el calor del sol es bueno, la vida es bella.
¡Ah, tienen razón al mostrarse tan alegres! Para ellos hay futuro. ¿Cómo
no sonreír cuando a la noche sigue el día, cuando se espera vivir
muchas noches y muchos días? En cambio él… ¡Quizá no haya para él ni
otra noche ni otro día!
Llama la atención, sin embargo, cómo es
que este hombre se da cuenta de que no le queda mucho tiempo: ¡por la
amabilidad del personal penitenciario! ¿De cuándo acá se mostraban tan
amables estos monstruos de indiferencia? ¿De cuando acá? «El camarero de
guardia acaba de entrar en mi calabozo, se quita el gorro, me saluda,
pide perdón por molestarme y me pregunta, suavizando en lo posible su
voz ruda, lo que deseo para el desayuno. Me entran escalofríos. ¿Será
hoy?». Es decir, ¿será hoy cuando tenga que ser ejecutado? Tanto
refinamiento, tanta delicadeza le parecen francamente sospechosos. Hasta
hace poco todos le hablaban a gritos, brutalmente, pero hoy se
descubren la cabeza para saludarlo y hasta ejecutan ante él reverencias.
Sí, es posible que sea hoy. El condenado, entonces, se pone a temblar.
Es que no era normal, no era normal en absoluto que…
Pero las
cosas se complican todavía más cuando, de pronto, la reja del calabozo
se abre y aparece en el marco de la puerta una figura pequeña, de largos
bigotes negros, y amable hasta la falsedad. «Sí, es hoy –piensa el
condenado al ver a este individuo ejecutando todas las ceremonias de la
cortesía-. El mismo director de la prisión ha venido a visitarme. Me
pregunta lo que me gustaría o podría serme de utilidad; incluso hasta
expresó el deseo de que no tuviera quejas de él o de sus subordinados;
se interesó por mi salud y por cómo había pasado la noche. ¡Al salir me
llamó señor! ¡Sí, es hoy!».
Y admírese usted: los pensamientos
del condenado resultaron ser ciertos; su intuición no lo engañó. Era
hoy, precisamente, cuando debía morir. No se equivocaba.
¿Por
qué los humanos dejamos la amabilidad y la cortesía para el último
momento? Al parecer, sólo los muertos –o los que están a punto de serlo-
logran conmovernos. «¡Cómo admiramos a los maestros que ya no hablan y
que tienen la boca llena de tierra! –exclama el personaje único de La
caída, el famoso monólogo de Albert Camus (1913-1960)-. El homenaje se
les ofrece entonces con toda naturalidad, ese homenaje que, tal vez,
ellos habían estado esperando que les rindiésemos durante toda su vida…
Observe usted a mis vecinos, si por casualidad sobreviene un deceso en
el edificio en el que usted vive. Los inquilinos dormían su vida
insignificante y, de pronto, por ejemplo, muere el portero.
Inmediatamente se despiertan, se agitan, se informan, se apiadan».
¡Los hombres sólo somos corteses con los muertos! He aquí lo que el
Nobel francés quiso decir. Pero no sólo lo dice él. He aquí, por
ejemplo, lo que Máximo Gorki (1868-1936), el escritor ruso, escribió:
«¡Las misas de difuntos son las más bellas de toda la liturgia! ¡Hay en
ellas ternura y piedad para los hombres! ¡Nuestros semejantes no
compadecen sino a los muertos!».
Está bien, está bien, así es.
Y, sin embargo –me digo-, he aquí un método para cultivar la cortesía:
ver en el que ahora está junto a mí, un condenado a muerte -¡que lo es,
sólo que él no lo sabe, o no quiere pensar en ello!- y tratarlo como si
mañana ya no fuera a estar aquí; tratarlo, con las mismas atenciones que
el carcelero dispensó al condenado a muerte en el relato de Víctor
Hugo. ¡Ah, si nos viéramos como somos, es decir, como mortales, qué
dulces seríamos en nuestras relaciones, y qué corteses!
Dice
Aliosha a Lisa en Los hermanos Karamazov, la novela de Fiodor
Dostoyevski (1821-1881): «Hay que tratar muy a menudo a las personas
como si fueran niños, y a veces como si fueran enfermos». No está del
todo mal. ¿Con qué delicadeza no trataríamos a una persona si supiéramos
que quizá hoy mismo va a morirse? ¿Y cómo estar seguros que no será hoy
el día en que morirá? Por eso, más vale ser amables con él.
Otra cita más; ahora la he tomado de Sobre héroes y tumbas, la novela de
Ernesto Sábato (1911-2011), el escritor argentino: «¿Sería uno tan duro
con los seres humanos si se supiese la verdad que algún día se han de
morir y que nada de lo que se les dijo se podrá ya rectificar?».
Todos los hombres son mortales, Juan es hombre, luego Juan es mortal.
El silogismo nos sale bien; en el fondo, los hombres no somos tan
ilógicos como parecemos a primera vista. Sólo que, por desgracia, no
siempre sacamos de nuestros razonamientos todas las consecuencias
pertinentes al caso.