Dos peces se han enamorado. Se acercan, juegan, hacen piruetas en el mar. El romance culmina cuando la hembra echa un chorro gelatinoso en el agua y el macho lo rocía con su esperma. De esos huevitos fecundados y flotantes nacerán pececitos de mil tamaños y colores.
Hace millones de años, unos cuantos peces decidieron salir del mar y conquistar la tierra en busca de nuevos alimentos. Aprendieron a tomar oxígeno del aire. Cambiaron aletas por patas para poder moverse. Pero no sabían cómo reproducirse fuera del agua. A la hora de tener sus crías, aquellos primeros anfibios regresaban al mar y ahí ponían sus huevos, como los peces saben hacer.
Estos primeros colonizadores de los continentes no podían alejarse mucho de la orilla. Necesitaban charcos de agua para sus huevos gelatinosos. Los reptiles encontraron la solución inventando el huevo con cáscara. Hace 300 millones de años, los primeros lagartos lograron envolver sus embriones con membranas resistentes e impermeables.
Este genial invento permitió a los padres internarse en tierra firme, mientras los pequeños crecían en el agua, porque el huevo no es otra cosa que una bolsita de mar fuera del mar. Los reptiles no abandonaron el mar, lo hicieron portátil. De ahí en adelante, los reptiles pondrán sus huevos en todos los rincones de la tierra, en las selvas, en las sabanas y hasta en los desiertos.
Mientras los reptiles y las aves seguían poniendo huevos con cáscara, los mamíferos inventaron algo más sorprendente aún. En vez de empollarlos a la intemperie, con los peligros que esto tiene, decidieron incubarlos dentro de la madre. En el saco amniótico de los mamíferos, los embriones se desarrollan flotando en un líquido que tiene la misma composición química del agua de mar. Los seres humanos también nos formamos en esta bolsa de agua marina. Al final del primer mes de gestación, tenemos branquias como los peces y una larga cola. Parecemos renacuajos. Nuestra madre nos da a luz en tierra y en la tierra vivimos. Pero seguimos siendo del mar. Las dos terceras partes de nuestro organismo no son más que agua salada. Durante 9 meses, en el vientre materno, disfrutamos de nuestro pequeño océano personal.
Tal vez por eso, cuando estamos frente al mar y sus olas, frente al gran útero del mundo, nos sentimos alegres y hasta exaltados. El agua nos llama. Queremos volver al mágico elemento del cual venimos y en el que comenzó la extraordinaria aventura de la vida.
BIBLIOGRAFÍA - Piero y Alberto Angela, La extraordinaria historia de la vida, Grijalbo, Barcelona 1999.
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