RIO +20: EN BUSCA DE UN ASOLUCIÓN
El futuro del mundo está en manos
de una cumbre de la que no se esperan grandes resultados aunque asisten los presidentes de China, Rusia y
Brasil, no
vienen el presidente de Estados Unidos, el primer ministro británico, ni
la canciller alemana de los que se esperaría más compromiso. En medio de las angustias de la crisis europea y sus
repercusiones globales y los 'tires' y 'aflojes' entre naciones ricas y
pobres, el evento más importante en décadas, convocado para tratar de
preservar a un planeta que se deshace, puede ser una gran desilusión.
El
mundo no ha visto, quizá, una cumbre como la Conferencia de Desarrollo
Sostenible de Río de Janeiro, más conocida como Río+20, que sesionará
entre el 20 y el 22 de junio de este año. No se va a aprobar ninguna
convención, pero el secretario general de la ONU la ha calificado como
"una de las más importantes en la historia". Los asistentes son tantos
(75.000) que la presidenta de Brasil pidió camas hasta a los moteles de
Río de Janeiro para suplir la demanda. Participan 193 países y varios
miles de ONG. Se han inscrito para hablar 130 jefes de Estado, aunque
aún no se han publicado sus nombres. Hay cientos de eventos paralelos y
además está
la Cumbre de los Pueblos alternativa. (de la que hablaremos luego).
¿Qué reúne en Río a tanta
gente? Sencillamente,
la triste realidad del planeta. Hace 40 años, en
una cumbre modesta en Estocolmo, en 1972, a la que solo asistieron dos
jefes de Estado -el anfitrión, Olof Palme, e Indira Gandhi, de India-,
los desafíos ambientales entraron por primera vez en el debate global.
Veinte años después, en 1992, en Río, otra conferencia, con 108 jefes de
Estado y 17.000 participantes, aprobó dos convenciones (sobre cambio
climático y conservación de la biodiversidad) y puso en el diccionario
mundial el concepto 'desarrollo sostenible'.
Otros 20 años han
transcurrido. Poco se ha hecho sobre el segundo elemento de este término
y mucho, lamentablemente, respecto al primero: el voraz desarrollo ha
puesto a la humanidad en el trance de preguntarse, cada vez más
alarmada, si su hábitat, el planeta Tierra, se está convirtiendo en otra
especie en proceso de extinción.
Entretanto, sobre cambio climático,
emisiones de gases de efecto invernadero (el Protocolo de Kyoto solo
entró en vigor 13 años después y Estados Unidos no lo ha suscrito) y
muchos otros temas de esas convenciones, las naciones distan de ponerse
de acuerdo. Por eso, hoy Río, 20 años después, congrega a tanta gente (y
por eso varios de los responsables del actual estado de cosas prefieren
no asistir).
Río+20 se ha calificado como la "oportunidad en una
generación" para que el concierto de las naciones enderece el rumbo y
opte, por fin, por medidas prácticas y medibles para enfrentar el
creciente deterioro del entorno natural del que la humanidad extrae los
recursos para vivir. Cuarenta años después de Estocolmo, la población
mundial es casi el doble, la economía, tres veces más grande y la
demanda por recursos naturales supera en 50 por ciento la capacidad
regenerativa del planeta. Esto solo empeorará en los años que vienen. La
situación es tan grave que ya no puede revertirse, pero Río+20 debería
generar consensos en tres áreas para que el mundo se adapte:
- un cambio
en el modelo económico hacia una 'economía verde', que reduzca la
pobreza y proteja el entorno;
- una nueva institucionalidad ambiental
global (se ha hablado hasta de un Alto Comisionado para Generaciones
Futuras),
- y unos "objetivos de
desarrollo sostenible" que los países adopten para regular el desarrollo
actual pensando en las generaciones futuras y la preservación de la
buena y vieja Tierra, hoy excavada, arada, talada y desecada sin piedad. (esto es un aporte de Colombia).
El
problema es que las mismas divisiones que surgieron en Estocolmo hace
40 años siguen dominando las negociaciones. ¿Quién y cómo va a dar agua,
comida y energía a los 9.000 millones de personas que vivirán en la
Tierra en 40 años
, es una pregunta que debería congregar a
todos. Nada más inocente. El documento central de Río+20, El Futuro que
queremos, que contiene las presuntas respuestas, por ahora solo se
denomina Borrador cero: empezó en 6.000 páginas de sugerencias de los
193 países participantes y, después de meses de negociaciones, se ha
reducido a 100, pero apenas 70 de sus 329 párrafos han sido acordados, y
son los menos importantes. Lo demás sigue en plena negociación y el
resultado, con suerte, será uno de esos documentos de consenso típicos
de la diplomacia de la ONU.
¿Qué impide los acuerdos? Los países
del norte le apuestan a la economía verde, los del sur temen que se
convierta en un chaleco de fuerza para su desarrollo y en una suerte de
'proteccionismo verde'. El Grupo de los 77 y China, que agrupa a los
segundos, piden a las naciones del hemisferio norte cambiar sus patrones
de consumo y producción, regulaciones estrictas a la extracción de sus
recursos, y que cumplan compromisos de Río 1992 como la transferencia de
tecnología o el pago de buena parte de los costos de la adaptación (lo
que se conoce como el principio de las responsabilidades comunes pero
diferenciadas), pues las naciones ricas fueron las que más destruyeron
el medio ambiente en su camino al desarrollo, aunque los efectos los
padecen con mayor agudeza los países pobres. Estados Unidos y otras
naciones han intentado incluso retroceder frente a lo acordado 20 años
atrás, mientras China, India y otras potencias emergentes no quieren oír
hablar de limitaciones a su desarrollo. No hay consenso sobre la
necesidad de nuevas instituciones globales que supervisen la
sostenibilidad ni sobre la de los objetivos de desarrollo sostenible,
sus metas o cómo hacer que se cumplan.
Esto ha llevado a una
coalición de grandes ONG, como Oxfam, Greenpeace y otras, a sentenciar
que "Río+20 no añadirá nada a los esfuerzos globales para garantizar el
desarrollo sostenible". El potencial estallido de la zona euro y sus
repercusiones internacionales y la tensa elección presidencial en
Estados Unidos tienen la atención de los grandes de este mundo puesta en
otras cosas. En tiempos de crisis y recesión, pocos quieren oír de los
costos que implicará detener el deterioro del planeta. En 1992, en Río,
se habló de que los países ricos tendrían que poner 100.000 millones de
dólares anuales para ayudar al mundo en desarrollo a lograr los
objetivos del desarrollo sostenible. Un reporte del BID para esta cumbre
sostiene que serán necesarias inversiones de 110.000 millones de
dólares en América Latina para lograr reducir a niveles tolerables la
emisión de gases de efecto invernadero para el año 2050.
No todo
es negro. Las cumbres han mostrado, a menudo, ser más que sus
documentos. Río, en 1992, fue declarada un fracaso, pues Estados Unidos
decidió, a último minuto, no firmar la Convención de Biodiversidad y los
imperativos del consenso aguaron los documentos aprobados. Pero el
mundo empezó a pensar en serio en desarrollo sostenible desde entonces.
Las instituciones ambientales, pocas y débiles, florecieron. Y un
intangible poderoso, la conciencia ambiental, se volvió protagonista en
las discusiones globales. ¿Ocurrirá algo similar en Río+20 y a último
minuto se logrará el consenso básico para seguir avanzando? Ojalá. Si
los gobiernos no se pellizcan, la "oportunidad en una generación" que
ofrece la Conferencia de Desarrollo Sostenible de Río de Janeiro podría
perderse. La pregunta obvia será entonces: ¿habrá planeta para salvar en
la próxima cumbre?